La “muerte cruzada” y la moderación de la justicia constitucional en Ecuador 

José Ignacio Hernández G. / 19-05-2023
Fuente: BBC

El Presidente de Ecuador firmó, el 17 de mayo de 2023, el decreto ejecutivo n° 741, por medio del cual disolvió a la Asamblea Nacional, invocando para ello una “grave crisis política y conmoción interna”. Según el artículo 148 constitucional, esta decisión generó, como consecuencia inmediata -además de la disolución de la Asamblea- la terminación anticipada del mandato presidencial, pues el Consejo Nacional Electoral debe convocar a elecciones presidenciales y parlamentarias para el resto de los respectivos períodos. 

En Ecuador, esta facultad es usualmente llamada “muerte cruzada”. No es claro el origen de tal expresión. En julio de 2010, en el medio de una crisis política con la Asamblea Nacional, el entonces presidente de Ecuador, Rafael Correa, “retó” a la oposición a la “muerte cruzada”, esto es, con la disolución de la Asamblea, lo que implicaría la convocatoria a elecciones presidenciales y parlamentarias. Pareciera que la expresión alude a que, a resultas de la disolución, tanto el mandato de la Asamblea como el del presidente expiran, siendo necesario realizar nuevas elecciones. 

En cualquier caso, la expresión “muerte cruzada” no refleja el sentido del artículo 148 de la Constitución. Mientras que la expresión envuelve una alta carga de violencia -que describe a la aniquilación de adversarios, en el marco de conflictos políticos entre el Poder Ejecutivo y Legislativo- el citado artículo 148 contempla mecanismos institucionales, pacíficos y electorales para resolver esa crisis. 

En efecto, el presidencialismo en América Latina (a veces catalogado como hiperpresidencialismo), suele caracterizarse no solo por la concentración de funciones en la Presidencia, sino por un desbalance entre los Poderes, en especial, respecto del Legislativo. La Constitución de Ecuador introdujo una interesante fórmula para promover un mayor balance, en tanto reconoce al Poder Legislativo y Ejecutivo la autoridad para terminar el mandato popular del otro poder, ante las causas taxativas establecidas en la Constitución, incluyendo en casos de “grave crisis política y conmoción interna”. Así, la Asamblea Nacional puede destituir al Presidente bajo esa causal, según el artículo 130.2 de la Constitución. También se contempla como causal -en el numeral 1- los casos en los cuales el Presidente se arrogue “funciones que no le competan constitucionalmente, previo dictamen favorable de la Corte Constitucional”. De hecho, la Asamblea había iniciado un “juicio político”, precisamente, para deliberar sobre la destitución del Presidente.

Por su parte, el citado artículo 148 permite al Presidente disolver a la Asamblea por esas dos causales, asi como cuando el Poder Legislativo “de forma reiterada e injustificada” obstruya la ejecución del Plan Nacional de Desarrollo. La causal basada en el ejercicio de funciones que no corresponden a la Asamblea requiere previo dictamen favorable de la Corte. 

Los artículos 130 y 148 regulan la misma consecuencia luego de la disolución, al disponer que “el Consejo Nacional Electoral convocará para una misma fecha a elecciones legislativas y presidenciales para el resto de los respectivos períodos”. 

La Constitución ha atribuido, en similares términos, el poder de disolución tanto al Poder Legislativo como al Ejecutivo, procurando de esa manera el balance entre ambos Poderes. Asimismo, optó por dar una solución electoral a estos conflictos, a través de la elección anticipada, que no solo permite renovar el mandato popular sino además, procurar una salida electoral a crisis política. Como se observa, más que una atribución que exacerba el presidencialismo, los artículos comentados diseñan una solución política basada en el balance de poderes. Tal solución, por lo demás, debe descansar en los valores del pluralismo político y la tolerancia, que se desprenden no solo de la Constitución sino de la Carta Democrática Interamericana. Nada más alejado, pues, a la supuesta “muerte cruzada”. 

Ahora bien, frente al decreto ejecutivo n° 741 se formularon diversas demandas de nulidad ante la Corte Constitucional, a quien corresponde el control concentrado de la constitucionalidad. Estas demandas plantearon un dilema de especial interés en América Latina: el alcance del control de constitucionalidad. 

Así, la justicia constitucional se ha expandido en la región, del control concentrado de Leyes, a un ambicioso catálogo de pretensiones, que abarcan aspectos tales y como la revisión constitucional, las solicitudes de interpretación y la tutela judicial de las omisiones legislativas. Como resultado de ello, el formidable poder de la justicia constitucional se ha fortalecido notablemente. Aun cuando ello pueda ser considerado como favorable para la garantía de la supremacía constitucional, debe recordarse que tal ampliación también lleva implícita lo que hemos denominado la tentación autoritaria de la justicia constitucional. 

En efecto, como recordara Francisco Rubio Llorente, la judicialización de conflictos políticos genera el riesgo de la politización de la justicia. En realidad, aun cuando las posiciones de Hans Kelsen y Carl Schmitt han sido consideradas como contradictorias, ellas son más bien complementarias: el control de la Constitución debe ser jurídico y político. Es un error pensar que toda controversia constitucional siempre debe ser resuelta por la justicia constitucional. Tal camino puede conducir a la politización de la justicia constitucional, debilitándose con ello los fundamentos de la democracia constitucional. 

El 18 de mayo de 2023 la Sala de Admisión de la Corte Constitucional resolvió las demandas planteadas, las cuales fueron consideradas inadmisibles. La razón para ello fue considerar que el fondo del decreto ejecutivo n° 741, en cuanto a “grave crisis política y conmoción interna”, no es un asunto sujeto al control de la justicia constitucional, por su naturaleza política y no jurídica.

Así, como se plantea en una de las sentencias, la disolución de la Asamblea Nacional “por grave crisis política y conmoción interna permite al pueblo soberano que arbitre sobre la discrepancias entre los principales órganos del sistema democrático: Ejecutivo  Legislativo, mediante la elección de sus representantes por el resto del período de mandato”. Esto es, que el control no es jurídico, sino político, o como señaló la Sala, el “control democrático que deberá ser ejercido por la ciudadanía a través de su voto en las urnas, por sobre el control judicial”. 

Bajo una lectura positivista de la justicia constitucional, y considerando que el paradigma es la universalidad de control, quizás la Corte hubiese podido entrar a analizar el fondo, por ejemplo, para valorar si decreto es arbitrario o si incurre en abuso de poder. Tal control, lejos de evidenciar la fortaleza del sistema constitucional, hubiese puesto en evidencia su fragilidad, al propender a la resolución jurídica de conflictos políticos. 

Por ello, en América Latina, el precedente del control jurisdiccional del decreto ejecutivo n° 741 debería llevar al debate sobre los riesgos de la expansión del ámbito de la justicia constitucional, y la conveniencia de introducir elementos de moderación que permitan, junto al control judicial de cuestiones jurídicas, el control ciudadano de cuestiones políticas. Pues como observó en su momento Thomas Jefferson, la supremacía absoluta del control judicial es “una doctrina muy peligrosa, de hecho, que puede colocarnos bajo el despotismo de una oligarquía”.